Por Annie Rix Militz
En el proceso de desarrollo espiritual hay ciertos ejercicios que se pueden utilizar y que serán de gran ayuda para lograr ese sereno autoequilibrio tan esencial para una verdadera manifestación de Dios.
Uno de estos ejercicios es la práctica de controlar los pensamientos, para que no salten o comiencen, o incluso se muevan de la manera más leve, sino a voluntad de su pensador.
Es con la mente que el individuo refleja el carácter de su Ideal, el gran Dios, a cuya imagen y semejanza está hecho, y lo que la mente refleja, eso expresará el cuerpo – que no es más que el efecto de los pensamientos del hombre.
Nuestra mente es como un espejo o un lago sobre el cual se puede proyectar una imagen, y el primer requisito para un buen reflector es que esté quieto. El lago que está en continuo movimiento, ahora lleno de ondas y nuevamente arrojado en oleadas espumosas, no puede dar una imagen exacta del barco que descansa sobre su superficie; así, la mente que está perturbada por cada brisa pasajera de sentimientos o azotada en oleadas de miedo, ansiedad o enojo debido a lo externo, no puede reflejar de manera fácil y justa su Ideal, aunque esa imagen se mantenga antes de ella día y noche sin cesar.
Por lo tanto, el autocontrol es una parte muy necesaria de nuestra educación espiritual, y no solo ese autocontrol que se muestra como calma externa y ecuanimidad, sino también el control de nuestros propios pensamientos y sentimientos, de modo que, con Pablo, podemos realmente decir desde nuestro corazón: “Ninguna de estas cosas me mueve”.
Lo que sea no-espiritual o malo en su naturaleza es irreal y temporal. Esto lo sabe el sabio y, por lo tanto, permanece inmóvil en medio de ello. La única realidad es Dios, que es Espíritu inmutable y que es el Todo-Bondad. Él es nuestro ideal y nuestro ejemplo, y dado que Dios es calmo y no es afectado por las cosas temporales y las malas acciones, el verdadero seguidor de Dios debe permanecer en la misma tranquilidad, sin ser influido ya sea por el cambiante bien o mal de este mundo.
Cada pensamiento, palabra o acción enviada a este mundo busca alguna respuesta y, donde no encuentra reconocimiento, finalmente dejará de ir. Tanto la simpatía como el resentimiento con un pensamiento o una cosa, son el reconocimiento de su ser. Por lo tanto, si no deseamos que se nos acerquen los males, aprendamos a no reconocer su presencia como real, incluso por el más mínimo temblor de la mente.
Ha sido descubierto por los pioneros divinos, quienes durante muchos siglos nos han precedido por el camino que nos conduce a la vida, que uno de los medios más efectivos para controlar los pensamientos es mediante la repetición de algún dicho de las Escrituras que sea opuesto en su significado al pensamiento indeseable. Por ejemplo, cuando el miedo al mal ataque, repetir las palabras del Salmo 23:4, “No temeré mal alguno, porque tú estás conmigo”, esto disipará los pensamientos temerosos y, por la ley divina de la creación, formará un aura de protección sobre el que repite, de modo que en verdad ningún mal puede acercarse a su morada.
Las palabras que traerán tranquilidad a una mente que está a punto de perturbarse, o que ya está en un estado de agitación son estas seis palabras inspiradas de San Pablo: “Ninguna de estas cosas me mueve”.
Cuando alguien está enojado contigo y encuentra que tú tienes la culpa, en lugar de comenzar a defenderte y responder con el mismo espíritu, vuelve tu atención hacia adentro y baja cada pensamiento de resentimiento con estas palabras: “Ninguna de estas cosas me mueve” (Siempre repite estas palabras en silencio, no en voz alta, de lo contrario, te pondrías en contra de otra persona)
Practicar esto unas cuantas veces pronto revelara dos hermosos resultados: primero, cómo las palabras resentidas y acusantes se convierten en absolutamente nada para ti; caen sobre tu oído como el tictac del reloj – no se escucha, pasa inadvertido. Y segundo, comienzan a ser menos frecuentes y menos venenosas hasta que cesan por completo.
Quien no se ocupa de criticar, muestra la inutilidad de culpar y finalmente está exento de ello. Al hombre que no le interesa regañar en lo más mínimo, por fin no recibe regaños; a la mujer que no se puede bromear es dejada sola por aquellos que aman hacer bromas.
Se dice que de todos los pecados, la lujuria y la ira son los mayores enemigos del hombre. Lo que se ha dicho anteriormente concierne a la ira que viene de fuera y la ira que viene de dentro, y también se aplicará a los deseos y sugestiones lujuriosas. Haz frente a todas las impurezas, ya sea en pensamiento, palabra o acto, con el exorcismo mágico: “Ninguna de estas cosas me mueve”.
Practica repetir estas palabras, mentalmente, al acercarse cada pensamiento molesto, incluso en los eventos más triviales de tu vida, porque al tener control sobre uno mismo en las pequeñas cosas de la vida, uno tiene dominio de si mismo cuando las grandes cosas lo enfrentan.
Un joven estudiante de cirugía, que deseaba hacerse competente en su práctica, vio al comienzo de su estudio la gran necesidad de tener un control perfecto sobre los nervios y músculos de su brazo y mano. Por lo tanto, inventó este entrenamiento para él mismo: todos los días llevaba una copa llena hasta el borde con agua, subía y bajaba las escaleras, sin derramar nada del líquido. Al principio necesitaba ir muy despacio y con cautela, pero por perseverancia, finalmente pudo ir rápidamente por las escaleras, con el vaso de agua sostenido tan firmemente como para no derramar una gota. El resultado fue una mano notablemente firme y segura en la sala de disección, y más tarde, cuando se realizaban operaciones críticas y arriesgadas, él era el elegido y el más confiable para la parte más importante del trabajo.
Lo que esta práctica diaria fue para el joven cirujano, el control habitual de sí mismo – bajo las mil y una pequeñas molestias de la vida – puede ser para el aspirante espiritual.
Aprende a no asustarte ante los ruidos inesperados, a no saltar cuando la puerta se golpee, a no gritar ante vistas repentinas o desagradables. Además, controla tus órganos internos: tu corazón, tu diafragma, todo tu sistema nervioso, mediante el uso de palabras y pensamientos divinos, con la fe de que está en tu poder el gobernarte a ti mismo, y estar tranquilo tanto dentro como fuera.
La mayoría de los mortales tienen algo o alguien en sus vidas que los molesta, o los pone “nerviosos” o irritables. Algún chico que siempre está haciendo ruido con sus dedos, algún niño que tiene la costumbre de lloriquear, una mujer que habla de un montón de chismes sin sentido, o hay alguien que tiene un modo particularmente grosero y exasperante, la voz de alguien es discordante o su juicio es malo y se cometen torpezas que “probarían la paciencia de Job”. Aprende a decir a todo esto: “Ninguna de estas cosas me mueve”. Cada esfuerzo de este tipo, por el autocontrol agrega un gran impulso a tu velocidad espiritual, y aprendes que no necesitas moverte de tu camino para desarrollar tu carácter divino y convertirte en gigante en la maestría celestial.
Hay ciertos monjes y derviches que asumen voluntariamente la pobreza y el dolor para superarlos, y por ese medio adquieren poderes espirituales. A tales métodos Jesús llamó “entrar al reino de los cielos por la fuerza” [Mateo 11:12]. Pero no debemos desviarnos de nuestro camino para encontrar esas circunstancias y experiencias que serán el medio para desarrollar nuestros músculos espirituales al superar estas dificultades con valentía y amor. El Cristo nos muestra el camino fácil – “el camino agradable y la senda de paz”. Es enfrentar cada experiencia sin resistencia, y con el amor que no tiene en cuenta el mal y no hace mal al prójimo.
El autoequilibrio es la ecuanimidad mental hacia todas las personas y todas las cosas, tanto las malas como las buenas. En calma la mente es fuerza, el estado de alerta de la percepción y la claridad del juicio. Aunque es inamovible a aquellas cosas por las que no desea ser movida, la mente bien equilibrada actúa fácilmente ante el menor aliento del Espíritu. Es como uno de esos pesados motores, tan firmemente incrustados en cimientos de roca que no se mueven de su base, sin embargo, en esa parte de su maquinaria que debe moverse, es tan finamente equilibrada y ajustada, que es fácilmente movible por el toque más suave de su operador.
En todo este entrenamiento santo, recordemos continuamente invocar la ayuda de nuestro Ser Superior, porque sin la gracia de Dios nunca podríamos vencer. Cada vez que recurrimos a nuestro Ser Superior con amor y obediencia, sentiremos que su voluntad es nuestra voluntad; su fuerza es nuestra fuerza, hasta que “terminemos nuestro camino con alegría”, y nos identifiquemos con el verdadero Ser, sabiendo en verdad lo que significa: “Al vencedor le concederé que se siente conmigo en mi trono, como yo también vencí y estoy sentado con mi Padre en su trono “.
“Ninguna de Estas cosas me Mueve, por Annie Rix Militz – 1892 / Traducción Marcela Allen